Laguna mental
miércoles, agosto 27
No recuerdo lo que sucedió tras cerrar la puerta del sótano. Lo primero que recuerdo después de eso es que mi cuerpo subía en el aire mientras alguien gritaba mi nombre. Cuando vi una gran verja que daba acceso a un jardín paradisíaco y al chico martini con unas grandes llaves en la mano, pensé que iba camino al cielo. Sin embargo, unos brazos me arrancaron de allí y me lanzaron al vacío. Me di cuenta de que era Jabes quien gritaba mi nombre. Era él quien me agarraba y me empujaba violentamente. Su cara era de pánico.
—¡¡¡Pamela!!! —gritaba Jabes a pleno pulmón—. ¡¡Pamela!!
—¡¿Pero qué haces?! —conseguí articular, alucinada por la situación—. ¡Basta! ¡Déjame!
—¡¿Estás bien?! ¡Por el amor de Dios, contéstame! —chilló desesperado, con los ojos al borde de las lágrimas.
—¡Sí! —gruñí indignada, sin saber a qué se debía todo aquello. Me dolían los brazos y tenía una migraña terrible—. ¿Te crees que soy de plástico?
—Gracias al cielo —susurró de puro alivio, dándome un abrazo que por poco me asfixia. Incluso escuché como me crujían las cervicales.
—Querido, ¿se puede saber qué ha pasado? —conseguí pronunciar a duras penas.
—No lo sé —replicó Jabes, poniéndose en pie para caminar de un lado a otro. Se le veía muy nervioso. El tic de los ojos se le había acusado, parpadeaba con fuerza muy a menudo y se crujía los nudillos—. Estaba buscando al gato y me pareció oír algo. Sí, creo que oí algo en el pasillo. Me acerqué y te vi allí —titubeó, angustiado todavía.
—Tranquilo, Jabes, ya ha pasado. Estoy bien, ¿lo ves? —intervine para tratar de calmarle, ignorando los pinchazos que sentía bajo el cráneo. Le cogí de la mano y le senté a mi lado en el sofá—. Ven, siéntate. Dime, ¿qué viste?
—Te encontré acurrucada contra la pared, temblando —farfulló mirándose los dedos—. Tus manos estaban...
—¿Cómo? —inquirí, incrédula.
—Estabas llorando con los ojos abiertos, Pamela, ni siquiera parpadeabas. Tu cara me dejó tan impresionado que me quedé paralizado. Murmurabas, no parabas de murmurar.
—¿El qué, querido? —pregunté con dulzura. Me toqué las mejillas y las encontré mojadas. Como decía Jabes, había estado llorando. Debía estar horrible con el maquillaje deshecho. Tuve ganas de irme corriendo al tocador, no obstante me contuve.
—No sé, no entendía lo que decías. Estabas completamente fuera de ti, como si algo te hubiera aterrorizado o algo así. No sabía qué hacer. Me asusté tanto que estuve a punto de llamar a una ambulancia.
—Querido, lo siento mucho —me disculpé, apesadumbrada por haberle hecho pasar semejante mal trago.
—Tendrías que habérmelo dicho —apuntó Jabes cruzándose de brazos. Miraba hacia otro lado, como si estuviera decepcionado conmigo.
—¿El qué, querido?
—Que eres epiléptica —me regañó, muy ofendido—. Lo correcto hubiera sido habérmelo dicho. Esto no ha estado nada bien, Pamela, nada bien.
—¿Qué?
—Si querías que fuese tu entrenador personal creo que tenía derecho a saberlo por si pasaba algo como lo que ha pasado.
—Siento decepcionarte, Jabes, pero no soy epiléptica —resoplé.
—No está bien —repitió para sí mismo, negando con la cabeza.
—¡Que no soy epiléptica, ¿sabes?! —exclamé para obligarle a escucharme.
—¿Entonces qué es lo que te ha pasado? —replicó.
—No lo sé, o sea, recuerdo que abrí la puerta del sótano y vi algo en la oscuridad. Luego cerré de un portazo y después nada, estaba aquí, en el sofá contigo. No sé lo que me ha pasado, pero puedes estar seguro de que mañana mismo iré a ver a mi psicoanalista para descubrirlo.
—Dios, Pamela, ha habido un momento, cuando te he traído al sofá, que me has dado un susto de muerte. Te he acostado y de repente te has quedado completamente quieta, con los ojos abiertos mirando al vacío. Parecía como si... como si te hubieras muerto.
—¡Ay, por Christian Dior, no digas eso! —me horroricé.
—Ni siquiera respirabas. Casi se me para el corazón —apuntó al recordar. Se llevó una mano al pecho y respiró hondo—. Cuando te estaba tomando el pulso, me has cogido por los brazos, has levantado la cabeza y me has mirado fijamente. Sólo has dicho una palabra, un susurro, pero me has acojonado como nunca me ha acojonado ninguna película de miedo, perdona la expresión.
No me atrevía a preguntar por si la respuesta de Jabes me dejaba más aterrorizada de lo que ya lo estaba. No obstante, mis labios cobraron vida propia como las alas de una mariposa roja y brillante en cuyo centro se dibujara la sombra de las alas de una duda.
—O sea, ¿qué he dicho? —pregunté temerosa.
—No lo sé, una palabra rara. No la he entendido.
—¿Crees que podrías repetirla?
—Puede —meditó unos segundos—. Me pone los pelos de punta recordarte diciéndolo. Era algo así como rasala.
—¿Cómo? —insistí.
—Rasala, empezaba por erre, creo. Rasala, raisala, graisadla, jaisadla... —probó. Entonces puso cara de convicción—. Sí, eso es, jáisadla.
No sabía por qué, pero aquel sonido me atropelló los tímpanos a doscientos kilómetros por hora, agudizando mi dolor de cabeza hasta convertirlo en una aguja al rojo vivo. Me sentí débil y tuve que recostarme en el sofá. Temiendo que me desmayara, Jabes se fue corriendo a por un vaso de agua pero, cuando regresó, ya me encontraba aparentemente mejor.
Amnésicamente vuestra,
Pamela
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